Siempre fui su lectora cero, porque sus letras no viajaban a ningún lado sin que yo las hubiera leído primero.
Solía decir que toda buena
historia se escondía en los detalles, en todo aquello que pasaba desapercibido para
una vista poco adiestrada, y también en los silencios, por todo lo que guardaban.
Y por ello se pasaba las horas anotando en su libreta ideas y fragmentos de
vidas ajenas, a las que luego daba forma en su vieja máquina de escribir.
Su creatividad se mantuvo intacta
durante muchos años, con una producción que público y crítica acogieron de buen
grado, aunque a él nunca pareció importarle ese reconocimiento, porque solo
escribía para mí.
Un día, en mi revisión diaria,
encontré un par de párrafos inconexos, a los que no quise dar importancia,
aunque poco después esa secuencia se repitió con mas asiduidad.
Lo que él achacaba al mal del
escritor, o simplemente a la huida de las caprichosas musas, los médicos dieron
un nombre menos poético.
Y como se empeñó en seguir con
sus rutinas, ya infructuosas, me sentí aliviada al encontrar, el día de su
muerte, una última frase anotada en su libreta, rompiendo su temida página en
blanco.
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