Es medianoche cuando llega a la casa, que permanece en la más absoluta oscuridad. Su ánimo se estremece con los recuerdos, agolpados en un instante, y al sentir el frío y la lluvia, que cae con fuerza, viéndose obligada a usar las dos manos para sujetar la llave y hacerla girar en la oxidada cerradura.
Tras varios intentos, consigue abrir la puerta. Saca su móvil del bolso, enciende la linterna, y sube por unas escaleras de maderas desvencijadas que crujen en cada uno de sus pasos, como queriendo avisar de su llegada.
Al iluminar la habitación, lo primero que ve sobre la cama, es una calavera, pequeña, y con una oquedad en el parietal derecho. Al otro lado de la habitación, el resto del esqueleto, acostado en el cochecito.
Al ver la escena cae de rodillas al suelo, soltando el móvil y tapándose la boca para contener el llanto.
La tormenta arrecia, y con la luz del primer rayo, la habitación queda completamente iluminada, mostrando síntomas del paso del tiempo en paredes y techos, de colores oscurecidos por la humedad, en los muebles, recubiertos con una pátina de polvo, y en el agrietado espejo, que le devuelve un reflejo oscuro y distorsionado.
Se fija en el escritorio y observa un diario abierto. La letra le es familiar, y se acerca despacio, comenzando a hojear las primeras páginas. El horror de lo que lee la sobrecoge, y al llegar a la última, que estaba en blanco, observa como aparece, en letras rojas, la frase “ahora es mío”.
Entonces da un paso atrás e intenta huir, pero inmediatamente queda paralizada al sentir un aliento tras de sí.
Un nuevo relámpago ilumina la habitación, y el espejo le devuelve su imagen junto a un cuchillo que poco a poco se va clavando en su cuello. La sangre cae al suelo en un reguero lento y continuo, deslizándose después hacia el diario.
Y en el ardor de la tormenta, en una nueva ráfaga de luz, el espejo le muestra la silueta del joven que sujeta el cuchillo, mientras en el diario aparece, con letras ensangrentadas, la frase: “no debiste venir, mamá”.
Tras varios intentos, consigue abrir la puerta. Saca su móvil del bolso, enciende la linterna, y sube por unas escaleras de maderas desvencijadas que crujen en cada uno de sus pasos, como queriendo avisar de su llegada.
Al iluminar la habitación, lo primero que ve sobre la cama, es una calavera, pequeña, y con una oquedad en el parietal derecho. Al otro lado de la habitación, el resto del esqueleto, acostado en el cochecito.
Al ver la escena cae de rodillas al suelo, soltando el móvil y tapándose la boca para contener el llanto.
La tormenta arrecia, y con la luz del primer rayo, la habitación queda completamente iluminada, mostrando síntomas del paso del tiempo en paredes y techos, de colores oscurecidos por la humedad, en los muebles, recubiertos con una pátina de polvo, y en el agrietado espejo, que le devuelve un reflejo oscuro y distorsionado.
Se fija en el escritorio y observa un diario abierto. La letra le es familiar, y se acerca despacio, comenzando a hojear las primeras páginas. El horror de lo que lee la sobrecoge, y al llegar a la última, que estaba en blanco, observa como aparece, en letras rojas, la frase “ahora es mío”.
Entonces da un paso atrás e intenta huir, pero inmediatamente queda paralizada al sentir un aliento tras de sí.
Un nuevo relámpago ilumina la habitación, y el espejo le devuelve su imagen junto a un cuchillo que poco a poco se va clavando en su cuello. La sangre cae al suelo en un reguero lento y continuo, deslizándose después hacia el diario.
Y en el ardor de la tormenta, en una nueva ráfaga de luz, el espejo le muestra la silueta del joven que sujeta el cuchillo, mientras en el diario aparece, con letras ensangrentadas, la frase: “no debiste venir, mamá”.
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