Rendir cuentas.

 Buenos días, Inspector Huertas —dijo el secretario de la embajada mientras se abría la puerta del coche.

—¿Ha dicho algo? —preguntó el Inspector, refugiándose bajo el paraguas con el que el secretario le había recibido.

—Aun no.

—¿Dónde está?

En una de las salas de espera, con uno de los administrativos que está tramitando su visado. La policía local ya ha terminado el papeleo, y se han ido hace una hora.

—Han sido rápidos.

—Está usted en Londres; inspector.  

—Está bien. Lléveme con ella, por favor.

Amaya permanecía sentada en la sala de espera, con la mirada perdida, mientras el personal de la embajada daba trámite a su visado.

El secretario de la embajada acompañó al Inspector Huertas a la sala. Antes de entrar, el secretario hizo un gesto al administrativo para que saliera.

—¿Le importa si asisto al interrogatorio, Inspector?, luego he de rendir cuentas al embajador.

—Está bien; pero haga el favor de permanecer callado.

El inspector entró en silencio y se sentó frente a Amaya. El secretario, en cambio, se situó en la mesa de al lado.

—Buenos días, Amaya —dijo el Inspector abriendo la carpeta que traía consigo y dejándola sobre la mesa—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien —respondió ella sin mirarle a la cara—. Solo quiero que esto acabe de una vez.

  —Lo sé, Amaya. Y no voy a molestarte más de lo necesario, pero han pasado varios años y me preguntaba si en este tiempo te ha venido algo a la mente.

—Solo recuerdo la cárcel y un idioma que no conocía —respondió Amaya—. Se lo dije la última vez que nos vimos, y se lo vuelvo a decir ahora, antes de eso no hay nada.

—Está bien, Amaya. Déjame, si no te importa, recordarte una vez más los detalles de que disponemos —dijo el inspector repasando las anotaciones del archivo—. Te encontramos en un ático de Regent Street. Estabas atada a una silla, inconsciente. Medio moribunda a causa de una sobredosis. El resto de traficantes con los que te habías reunido habían muerto por arma de fuego. Seis de ellos eran españoles, diez británicos y dos alemanes.

—Es evidente que el asesino tenía algún tipo de relación contigo, a tenor de cómo te encontramos y cuál fue el destino del resto de tus compañeros. Además, el modus operandi se ha repetido en otras dos reuniones celebradas en España durante los últimos tres años, con la única salvedad de que en éstas, todos los traficantes han muerto.

El inspector sacó toda la documentación de la carpeta y la extendió junto a Amaya para que ella pudiera verla.

—Amaya. Ese hombre sigue vivo y en plena cruzada de sangre y venganza. Tus ex compañeros lo saben, están armándose  y librando batallas entre ellos. Tu caso fue secreto de sumario por parte del juzgado desde el primer instante, pero no puedo garantizarte que ese hombre no sepa que estás viva y que acabas de salir de la cárcel. Cualquier detalle que puedas recordar podría sernos de mucha ayuda. Por eso necesito  que revises el dossier una vez más.

Amaya empezó a ojear el expediente con poco interés. Cuando despertó en el hospital, tras salvarse de una sobredosis,  padecía una fuerte amnesia de la que aun no se había recuperado. No recordaba nada antes de su despertar en un hospital de Londres y su posterior paso por una  prisión británica.

Aun así, comenzó a mirar las fotos que había tomado la policía científica en el lugar de los hechos. Cadáveres posicionados, casquillos de bala, huellas de pisadas…

Se detuvo en una foto que le llamó la atención. En ella se mostraba el cadáver de un hombre con la camisa remangada. Tenía un reloj con una correa oscura manchada de sangre. Al fijarse de nuevo en la correa, se produjo un chispazo en su cerebro, y su mente volvió atrás en el tiempo.

—Está oscuro. Estoy escondida en algún sitio…

—Continua, por favor.

—Se oyen disparos, y luego silencio. La puerta se abre y agarra. Me hace daño…

—¿Puedes verle la cara?

 —Solo veo sangre. Los ha matado a todos. ¡Dios mío!

—Tranquila, Amaya. Lo estás haciendo muy bien.

—Vuelve a estar todo oscuro. Y al rato estoy sentada. No puedo moverme. Lo intento, pero no puedo.

—Debes estar atada, Amaya. Te encontramos así…

—Me sujeta la boca. Me hace daño. Me hace mucho daño.

—¿Qué pasa después?

—Mis pastillas. Me las hace tragar. Quiere que me las trague todas. No, por favor…

—Joder, Amaya. Dame algún detalle…

—Su reloj. La correa es…es gris. Con costuras negras…es un Festina…como el suyo…

Un disparo contenido por el silenciador hace caer a plomo al inspector Huertas. El secretario, que había sido testigo de todo el interrogatorio, guarda el revólver y se acerca a una Amaya que comienza a revivir los miedos del pasado.

 —¿Sabes? —Dijo el secretario agarrando la boca de Amaya— el que no murieras hace tres años me ha ocasionado muchas molestias.

A continuación saca de nuevo su revólver e introduce el cañón en la boca de Amaya.

—Ese hombre no debería haber muerto. Y tampoco debió hacerlo mi mujer. Yo la quería, ¿Sabes?, aunque nunca fuimos un matrimonio con suerte. Ella tuvo la desgracia de cruzarse con una zorra traficante en un mal momento, y yo no supe estar a la altura.

Eduardo se separó un poco de Amaya, manteniendo el cañón del revólver en su boca.

—Pero ahora, que ya estás de vuelta; toca rendir cuentas—dijo justo antes de apretar el gatillo.



 

 

  

 

 

 

 

2 comentarios:

  1. Vaya con el secretario. Menudo final!! Buen relato Alfonso!!
    Besicos muchos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Nani. Como siempre, hay que guardar un buen giro para el final.

      Un saludo.

      Eliminar