Solía mirar al cielo en las frías noches de invierno, buscando una respuesta de ese Dios que desde sus albores decidió darle la espalda, dejándola en la miseria de la nada, con apenas lo puesto y un hilo cada vez más fino de esperanza al que agarrarse.
Sus días pasaban como un halo de
silencio entre el bullicio de la ciudad, y las noches se desgastaban entre el
amargo regusto de la soledad de la calle y un frio que no acertaba ya a
contener.
Una noche el ruido de un coche que
paró frente a ella la sacudió de su duermevela.
Temerosa, se levantó de su lecho
de cartones y se dejó deslumbrar por los faros del vehículo.
Frente a ella, una mujer bien
vestida, altiva, rebosante de poder, pero a la vez dulce, tierna y entrañable, se
arrodilló junto a ella y la besó en su mejilla. Después abrió su mano y dejó
caer una moneda dorada en su palma.
-Dejarás que ella llame a las
demás –le dijo mientras cerraba su mano con fuerza. Sumarás lo suficiente para
vivir con desahogo el resto de tus días; y luego se la entregarás a otra.
-¿Por qué haces esto? –le
preguntó entre lágrimas.
La mujer no dijo nada, y se marchó
mirando al cielo de aquella noche de invierno en la que cualquier cosa hubiese
parecido posible.
Muy bonito Alfonso. En diciembre es todo más posible que en otras fechas, no?
ResponderEliminarBesicos muchos.
Pues si, Nani. Diciembre suele ser un mes muy dado a lo mágico y a lo imposible...
EliminarGracias por pasarte.
Saludos.
Mágico.
ResponderEliminarGracias, Margarita.
EliminarSaludos.