El preludio sonó en Austria, la ciudad de la música. Ella tocaba el violín en la Filarmónica de Viena, y el trataba de hacerse un hueco como gestor internacional en una organización emergente.
En un concierto, sus ojos se
cruzaron para después fundirse en un adagio tan lento como majestuoso
del que se dejaron llevar sin más.
Su interludio los llevó por media
Europa, guiados por un allegro endulzado con tonos de prestissimo, en
el que alguna vez se descolgaba algún acorde desafinado que ella intentaba corregir.
El tempo rubato llegó
entre notas, algunas ordenadas y otras a las que simplemente hicieron oídos
sordos, rehuyendo un final que ninguno de los dos quería tocar.
En su funeral, junto a toda la
familia, ella le dedicó un réquiem, aunque en su mente siempre sonó el
“Hallelujah”.
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