Se despertó a las tres de la
mañana, como en las últimas noches, envuelto en un sudor tan frio como
penetrante, víctima de una pesadilla recurrente que dormía a su lado y que no
era capaz de arrancar, con el matiz de que esta vez sabía lo que debía hacer.
Cogió lo necesario y arrancó el
coche con la certeza del que sabe donde quiere ir aun desconociendo el camino,
y llegó al único lugar donde la noche no alcanza a ver.
Allí, en el punto de no retorno,
le aguardaba su viva imagen, el que le atormentaba en sueños, aquel que sentía tan
dentro que no acertaba a distinguirlo de su propia conciencia. Habían estado
toda la vida unidos en la distancia, retroalimentando un odio visceral a todo y
a todos. Pero eso acabaría esa misma noche.
Las hojas de los cuchillos
brillaron por un instante, para bailar después al son de la sangre.
Mientras, lejos de allí, el primogénito,
el bendecido con la semilla del mal, quemaba una vieja foto de unos trillizos recién
nacidos junto a una madre moribunda que tampoco sería digna de lo que estaba
por venir.
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