El cielo de una noche de diciembre.

Solía mirar al cielo en las frías noches de invierno, buscando una respuesta de ese Dios que desde sus  albores decidió darle la espalda, dejándola en la miseria de la nada, con apenas lo puesto y un hilo cada vez más fino de esperanza al que agarrarse.

Sus días pasaban como un halo de silencio entre el bullicio de la ciudad, y las noches se desgastaban entre el amargo regusto de la soledad de la calle y un frio que no acertaba ya a contener.

Una noche el ruido de un coche que paró frente a ella la sacudió de su duermevela.

Temerosa, se levantó de su lecho de cartones y se dejó deslumbrar por los faros del vehículo.

Frente a ella, una mujer bien vestida, altiva, rebosante de poder, pero a la vez dulce, tierna y entrañable, se arrodilló junto a ella y la besó en su mejilla. Después abrió su mano y dejó caer una moneda dorada en su palma.

-Dejarás que ella llame a las demás –le dijo mientras cerraba su mano con fuerza. Sumarás lo suficiente para vivir con desahogo el resto de tus días; y luego se la entregarás a otra.

-¿Por qué haces esto? –le preguntó entre lágrimas.

La mujer no dijo nada, y se marchó mirando al cielo de aquella noche de invierno en la que cualquier cosa hubiese parecido posible.