Manías.

No soporto las manías de la gente. Me parecen la viva imagen de su imperfección, y un cáncer para sus conciencias.

Me repugna la avidez con la que Luis devora sus uñas, o el absurdo empeño de Juan en no pisar las juntas de las baldosas; por no hablar de la estúpida teoría que lleva a Fernando a esquivar una escalera para no pasar bajo ella. Todos síntomas de una debilidad asumida y rara vez disimulada.

Pese a todo, mi primera intención fue ofrecer ayuda a esos infelices, pero bajo el influjo de otra manía absurda, rechazaron mi ofrecimiento con el pretexto de mi nula cualificación.

Con el tiempo, y pese a mis esfuerzos por mantener puro mi espíritu, yo también he desarrollado una recurrente manía.

He pensado mucho en ella, y sé, que en algún momento, tendré que quitármela de la cabeza, pero mientras tanto, todos los días subo a la azotea, ajusto el visor, y me dejo llevar.

Ayer le tocó a Juan, hoy a Luis, y mañana, si me lo propongo, a buen seguro acabaré con las manías de Fernando.



 

 

 

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