Manías.

No soporto las manías de la gente. Me parecen la viva imagen de su imperfección, y un cáncer para sus conciencias.

Me repugna la avidez con la que Luis devora sus uñas, o el absurdo empeño de Juan en no pisar las juntas de las baldosas; por no hablar de la estúpida teoría que lleva a Fernando a esquivar una escalera para no pasar bajo ella. Todos síntomas de una debilidad asumida y rara vez disimulada.

Pese a todo, mi primera intención fue ofrecer ayuda a esos infelices, pero bajo el influjo de otra manía absurda, rechazaron mi ofrecimiento con el pretexto de mi nula cualificación.

Con el tiempo, y pese a mis esfuerzos por mantener puro mi espíritu, yo también he desarrollado una recurrente manía.

He pensado mucho en ella, y sé, que en algún momento, tendré que quitármela de la cabeza, pero mientras tanto, todos los días subo a la azotea, ajusto el visor, y me dejo llevar.

Ayer le tocó a Juan, hoy a Luis, y mañana, si me lo propongo, a buen seguro acabaré con las manías de Fernando.



 

 

 

Sin palabras.

A las 10:00 se produjo la erupción, y el cielo se llenó con las letras filtradas entre los resquicios de todos los libros que aún no se habían escrito, los que jamás se habían abierto, y aquellos que permanecían olvidados.

En un último intento por sobrevivir, las letras fueron cayendo ordenadamente en forma de sonoros palíndromos, bellos sonetos y ordenadas prosas sentenciadas con citas lapidarias, en busca de un anhelo que quedó filtrado a través de una pantalla con lenguaje de emoticonos.

Poco después, las letras fueron diluyéndose en la inmensidad de la indiferencia, las páginas se quedaron en blanco, y el mundo se quedó sin palabras.


Micro relato enviado al concurso "Relatos En Cadenas", de la SER. Frase de inicio: "A las 10:00 se produjo la erupción"


         

La balada del café triste.

Apenas entran clientes en el viejo café, pese a que aun suena esa antigua fonola en reclamo de aquellos tiempos de trajín y largos servicios de copas, que ahora parecen olvidados entre las grietas de un suelo de maderas desvencijadas. 

Su dueño observa, tras la soledad de la barra, a aquella pareja, que apenas habla, apenas discute, apenas parece vivir. Cada uno en un infinito distinto. Ella remueve su café buscando el momento menos malo, mientras él mira el periódico sin leerlo, ignorando que mañana, probablemente, ya no estarán juntos. 

De fondo se oye una vieja balada, a veces interrumpida por el ruido metálico de la máquina tragaperras, empeñada de engullir, día tras día, el dinero y la vida de aquella anciana, enferma de soledad, y sin nada más que perder.

Parece que la tristeza se hubiese detenido en aquel café, desterrando a todo aquel que no la tuviera consigo, o que no la aceptase de buen grado.

Mañana cerrará el viejo café, porque sus sueños de renacer ya no tienen fondos, porque sus deudas son heridas abiertas que no cicatrizan, como vías de agua en un barco varado que hace tiempo que perdió el rumbo.

Mañana cerrará sus puertas.

Mañana dejará de sonar la balada del café triste.